Friedrich Merz preside la Gran Coalición más pequeña que ha gobernado Alemania. Noveno canciller de la República Federal, es el único que no ha sido ... elegido en la primera votación. Una mayoría parlamentaria muy justa y las tensiones en los partidos democristianos y socialdemócrata que la integran le amargarán algún que otro día. Pero necesitamos que tenga éxito en sus objetivos de devolver la economía alemana al crecimiento y su capacidad disuasoria al ejército alemán, y de lograr que la Unión Europea se valga más por sí misma.
Merz tiene enemigos en el ala democristiana más social y entre los fieles a Angela Merkel. No es simpático. Perdió votos cuando en enero aceptó el apoyo de AfD a una propuesta fracasada para restringir la inmigración. Los ha perdido entre los defensores del ordoliberalismo, que lleva 20 años estrangulando inversiones necesarias para las infraestructuras alemanas. Un sector de los socialdemócratas quedó fuera del Gobierno y su copresidenta, Saskia Esken, dejó el cargo.
La desautorización –una sonora bofetada–, cuando al menos seis diputados de su mayoría votaron en contra e impidieron su designación en la primera votación, quizá no tenga mayor importancia. La reacción en la Unión Europea y las Bolsas apretó las filas de la coalición. Tuvo la ayuda de dos partidos de la oposición, Los Verdes y La Izquierda, para que la segunda votación, que le hizo canciller, se celebrara en la misma tarde.
Las perspectivas económicas y fiscales no son buenas. Sufren por falta de inversiones, por la inseguridad comercial desatada por el socio trasatlántico, por la guerra de Rusia contra Ucrania. La recesión acecha, baja la recaudación. Pero los planes para ejecutar el cambio de época, que anunció y no llevó a cabo el canciller Olaf Scholz, pueden devolver al crecimiento a la economía alemana. El endeudamiento preciso, de hasta un billón de euros, cuenta con el apoyo de la Comisión Europea. La rebaja de la calificación de los bonos del Tesoro norteamericanos subraya la condición de refugio seguro de Alemania y facilitará la financiación. Cuando llegue, la reconstrucción de Ucrania puede ser un estímulo como el que supuso la de la antigua RDA hace un cuarto de siglo.
La influencia perversa de AfD se siente en unas vacilaciones sobre la política migratoria que son tan injustas humanamente como equivocadas en lo económico, porque el envejecimiento de la población alemana hace imprescindibles unos inmigrantes cuya aportación al país lleva siendo indudablemente positiva desde los años 50. También afecta al lenguaje de la política, más despectivo, e influye en el aumento de los delitos con motivación política. La Oficina para la Protección de la Constitución acaba de calificarla como de extrema derecha. Pero cuesta imaginar que se plantee ilegalizar un partido con el 20% de los votos (como se hizo en 1950 con uno neonazi). El nuevo ministro del Interior lo ha descartado.
La decisión de convertir el alemán en el ejército convencional más fuerte de Europa (pese a recelos justificados por su historia, al miedo a que un gobierno con AfD le devuelva a las andadas, a que Alemania es «demasiado grande para Europa, pero demasiado pequeña para ser un actor global») es consecuencia de la guerra desatada por Vladímir Putin, pero también de la decisión norteamericana de retirarse de Europa y del modo de comunicarla. La Bolsa cree a Merz: suben las empresas de defensa y las de infraestructuras.
El nuevo canciller se entiende bien con sus vecinos. Con Emmanuel Macron, que ofrece el paraguas nuclear francés al resto de Europa, en una vindicación histórica de Charles de Gaulle. Con Keir Starmer: el acuerdo del 19 de mayo entre la Unión y el Reino Unido asegura que los británicos participen en la defensa del continente. Con Donald Tusk, cuyo candidato ganó la primera vuelta de la elección presidencial polaca.
Los más optimistas esperan que la próxima cumbre de la OTAN no acabe como las sesiones de mala televisión producidas últimamente en la residencia de su principal dirigente, convencido de que un liderazgo político rotundo puede revertir la desindustrialización y el cambio social de 40 años, de que el comercio mundial es un juego de suma cero y de que sus socios y aliados hacen cola para besarle en un lugar poco apetecible. Merz no parece estar por la labor, pero se conduce con calma: dice que sus primeras conversaciones por teléfono han ido bien, espera mantener la mejor relación posible con el mudable amigo americano.
Merz habla claro, transmite energía y sentido del tiempo. No hay alternativa a su coalición. Puede endeudarse gracias a la reforma constitucional de marzo, que también apoyaron Los Verdes. Su vieja rival, Angela Merkel, ha quedado desacreditada por las consecuencias de cuatro legislaturas sin invertir en infraestructuras, por haber mantenido la dependencia de la energía rusa tras la primera invasión de Ucrania y por no haber entendido que había que reorganizar la defensa, porque el objetivo de Putin no es la convivencia mutuamente beneficiosa, sino el regreso a un tiempo mitificado de predominio militar y político.
Las exigencias y las maneras del impulsor del nuevo desorden internacional no aconsejan apresurar el besamanos, como han comprobado Japón al negociar sus aranceles o India tras cesar las hostilidades con Pakistán. Merz siempre ha sido atlantista, pero propone que Alemania y Europa se emancipen de un socio que ha arruinado en semanas su poder blando, construido durante décadas.
Fuera de las fronteras de la Unión, los bárbaros acechan. Tratan de debilitarla, han desatado una guerra europea. Que Merz tenga éxito es esencial para preservar la democracia liberal. Lo ha explicado el presidente de Italia, Sergio Matarella: la alternativa contiene guerra, debilidad, la reaparición de las esferas de influencia en un mundo sin más reglas que las de la fuerza y el predominio de los nuevos señores tecnofeudales, con nuestra Unión Europea reducida a un feliz vasallaje, objeto de disputa o zona de influencia de oligarcas y autócratas.
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