La era de la comunicación
Pío García
Viernes, 4 de julio 2025, 00:30
En los veranos del pueblo, ya entrado septiembre, solía cruzarme por los caminos con matrimonios veteranos que iban paseando juntos, apurando los últimos domingos de ... calor. Era un espectáculo silencioso e inquietante. Él iba con la oreja pegada al transistor y ella miraba al infinito como si le hubiese caído la perpetua. No hablaban, no se miraban. De aquella radio iba saliendo un alboroto de penaltis en la Condomina, de goles en Riazor, de tarjetas rojas en San Mamés. El hombre no perdía ripio, pero tampoco sonreía ni echaba juramentos; asistía al carrusel con una seriedad imperturbable, como de notario obligado a revisar documentos. Yo me fijaba, sobre todo, en la mujer, que invariablemente, aunque el termómetro marcara cuarenta grados, caminaba con una rebequita doblada en el brazo. Era imposible saber en qué pensaban aquellas señoras impasibles, si acaso pensaban en algo. ¿Se sentirían en una cárcel? ¿Hubieran pagado por conocer la opinión de su marido sobre la cosecha de alfalfa? ¿Odiarían el fútbol, los transistores, a sus maridos? Iban camino arriba y luego, al llegar a algún punto no demasiado definido –un roble, una choza–, regresaban camino abajo. Algunos hombres conseguían mantener el transistor en meritorio equilibrio sobre el hombro.
El otro día, treinta años después, vi a unos jóvenes andar a buen paso por ese mismo camino. Llevaban puestos unos cascos imponentes; parecían Damas de Elche escapando medio en pelotas de algún museo. Pensé, quizá injustamente, que algo oscuro, casi atávico, ligaba a esos chavales con sus abuelos. No había rastro de penaltis en la Condomina, pero de los cascos escapaba un rumor de reguetón.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.