Care Santos
En 'El amor que pasa', reconstruye el apasionado romance de sus padres a partir de las 800 cartas que se enviaron
«Antonio Santos, calle Rafael María de Labra, Sevilla. Con chicas españolas, portuguesas y latinoamericanas de 17 a 55 años». Este anuncio, publicado en una revista cinematográfica en 1954 por unas gemelas vengativas, es el curioso inicio del romance entre Antonio y Claudina. Separados por la distancia, pero unidos por más de 800 apasionadas cartas, su hija, la escritora Care Santos, reconstruye la historia de amor de sus padres de forma íntima y emocionada en 'El amor que pasa' (Destino). Con su habitual talento literario y a través de la crónica familiar, Santos retrata la España de la época mientras reflexiona sobre el azar, el amor o el legado que recibimos.
–En sus diarios, su madre deja constancia hasta del aperitivo que tomaba.
–Sí, el aperitivo era un ritual que practicó desde siempre. Al final de su vida, su amiga se fue a vivir a Sevilla, ella se quedó en Mataró y tomaban el aperitivo juntas por teléfono. Cada una se ponía una bandejita con almejas y mejillones aliñados. Y un Martini.
–¿Cómo empezó este romance epistolar entre sus padres?
–La historia la he oído toda la vida porque la contaban presumiendo de ella, y con razón. Mi madre, catalana, contestó a un anuncio que vio en una revista de variedades cinematográficas, en una sección de correspondencias. Tenía 15 años, escuchaba coplas en la radio y quería un chico sevillano que le dijera esas cosas y de esa manera, así que ella y una amiga escribieron al único sevillano disponible ese día, que era mi padre. Pero mi padre no había mandado el anuncio, sino que lo habían puesto dos hermanas gemelas con las que salió a la vez y que, al descubrirlo, mandaron sus señas a esa sección para ponerle en un serio aprieto. Fue una venganza bien planificada y muy sofisticada.
–Su padre era un disfrutón y su madre tenía muchísimo carácter. ¿Cómo llegan a encajar?
–Sí, eran muy diferentes. Había una distancia kilométrica, pero también cronológica: mi padre tenía 10 años más, ya había trabajado y se había enfrentado a cosas muy feas en su vida, y eso se le nota mucho. Pero creo que, al final, el amor y la amistad son dos emociones que lo allanan todo. Si tú quieres y si tú te enamoras, no ves las distancias, aunque las haya. Otro hombre se hubiera asustado ante las dificultades y ante la forma de ser de ella, que no era nada fácil. Pero para mi padre no fue ningún problema porque siempre fue un hombre que pudo con todo, con mucho empuje, con mucho optimismo, y eso se ve en las cartas.
–Hubo de esperar a que su madre falleciera para contar su historia.
–Hace unos 20 años empecé a escribirla. Como mi madre vivía, la novelé para que no fuera exactamente su historia, pero no funcionó porque era demasiado increíble. A veces, la vida es tan inverosímil que tú la cuentas tal cual y no funciona, así que había que contarla de otra manera. Me di cuenta y paré, pero estuve a punto de estropearla publicándola antes de tiempo. Hubiera sido otra historia, una novelita de amor tonta.
–El último regalo de su madre fue dejarle las cartas.
–Pues parece novelado, pero no: las encontré el día de mi cumpleaños, cuando ella ya llevaba casi dos meses muerta y yo llevaba toda la vida pidiéndole las cartas. Si estaba enfadada me decía que las iba a tirar, si estaba muy enfadada me decía que las había tirado y, si no, me daba la respuesta neutra: «Cuando yo me muera». Las busqué al empezar a vaciar el piso, y no las encontré donde estuvieron siempre. Pero las dejó en una caja con mi nombre, y fue el mejor regalo que me hizo en la vida.
–¿Y qué descubrió de ella a través de esa correspondencia?
–Mira, yo no tuve buena relación con mi madre. Era una mujer muy difícil; es mucho más fácil escribir sobre ella que ser su hija. Pero empecé a verla con los ojos con los que la veía mi padre, con esa manera generosa y apasionada de mirarla, siempre perdonándole sus errores. Los hijos somos jueces muy duros con estas cosas, y a mí me hizo mucho bien y aprendí mucho de esa mirada de mi padre.
–Las cartas también son un retrato de la España de la posguerra.
–Claro. Mi padre dedicaba la mitad de cada carta a decirle que la quería de todas las maneras imaginables, y el resto era sobre lo que él hacía, sobre sus actividades fuera y dentro de la oficina, y todo eso acaba siendo una crónica de un tiempo en el que la Guerra Civil y sus consecuencias estaban muy presentes en sus vidas. Además, mis padres son un fiel reflejo de una época en la que los hombres asumían ante las mujeres un papel casi paternal, protector, de guía. Pero es que mi madre era casi más machista que mi padre: quería un hombre que fuera de esa manera, que la protegiera, que la guiara. Hoy resulta chocante, pero era así.
–Su padre abandonó su ciudad, su familia y su trabajo por amor. ¿Usted también lo haría?
–Bueno, yo soy digna hija de mi padre. Eso, dicho por mi madre en algún momento turbulento de mi vida, es que la estaba matando a disgustos. Yo también tengo una historia de amor poderosa que, en algún momento, necesitó una decisión importante.
–¿La escribirá algún día?
–Sí, todo lo que vale la pena lo escribes, pero, a veces, necesitas distancia. Todavía hace falta mucho tiempo.
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